Tierra Lejana-- Página de Hernán Maldonado




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Lunes 1 de marzo del 2005


LA IMPOSIBLE IMPARCIALIDAD

Por Hernán Maldonado

En los meses venideros cumpliré algo que nunca soñé: 50 años en el ejercicio del periodismo. Se dice fácil, pero es difícil explicarlo. Es algo para sentirlo.

Hace muchísimos años, cuando leí “25 años de periodismo” en el que el uruguayo Ricardo Lorenzo (“Borocotó”) relataba los acontecimientos que le tocó vivir, me pregunté si alguna vez yo llegaría a esa etapa. Tenía ya como 15 años en el periodismo de la mano de don Julio Borelli y estaba por recibir mi título de abogado. Creía que eran las llaves de un cambio de profesión.

Pero para repetir un lugar común, no me di entonces cuenta de que ya estaba “infectado con la tinta de imprenta”, de manera que ni siquiera revalidando el título en Venezuela me sedujo la Diosa Temis. Fue allí que empecé el arduo camino de la corresponsalía extranjera.

Cubrí conferencias internacionales de todo nivel, golpes de Estado, juegos olímpicos, campeonatos mundiales de fútbol, baloncesto, boxeo, natación, juegos regionales; entrevisté a líderes de toda clase, visité países, ciudades, pueblos, hice amistades entrañables. En retrospectiva, profesionalmente, tuve más satisfacciones que decepciones.

En el epílogo de esta hermosa carrera cuyos orígenes uno tiene que encontrarlos en los Apóstoles, porque Jesuscristo no nos dejó ninguna palabra escrita, creí haberlo visto y escuchado todo. Pertenezco a una generación que ha estado “en vivo y en directo” con John F. Kennedy y Fidel Castro, con el Ché Guevara y Juan Pablo II, con Di Stefano, Pelé, Maradona, con Magic Johnson, Muhammad Alí y Michael Jordan.

¿Cuántas millones de palabras he dicho o escrito sobre ellos en estos 50 años, ya en radio, en prensa, o en una agencia internacional?

En los prolegómenos de mi retiro estuve pensando en que quizás de lo único que me falta por escribir alguna vez es sobre el Carnaval de Río de Janeiro.

Eso fue hasta éste último fin de semana. Fui invitado a una charla con el padre Teófilo Rodríguez. Hablaría sobre la Eucaristía. Me retrotraje a 1979 cuando cubrí para la United Press Internacional el viaje de Juan Pablo a México.

Esa vieja ley periodística de la imparcialidad, que ahora poco se cumple, nos modeló en esa máquina sin emociones de producir palabras. Reflejar hechos, transmitir dichos, “tal como son”. En algunas redacciones había una máxima en letras grandes: “En la guerra a los soldados histéricos se los fusila, en las redacciones a los periodistas histéricos se los expulsa”.

Cuando asistí a escuchar al padre Rodríguez, recordé el desborde de las multitudes mexicanas, los torrentes de lágrimas, ese mar de espejos con que se lo despidió haciendo que el sol se reflejara en el suelo azteca, mientras de millones de gargantas salía lastimera la canción de Roberto Carlos: “Mi Amigo”. A mi lo único que me brotaba a montones era adrenalina.

De manera que en el anfiteatro del Colegio Santa Rosa de Lima de Caracas, estaba otra vez, y casi indiferente, ante una multitud que alababa a Dios y Juan Pablo, convaleciente en el hospital Gemelli de la lejana Roma.

Rodríguez, un dominicano de mediana edad, con un especial don para comunicar la Palabra, hizo que centenares de personas ratificaran su fe, que los que dudan reencontraran el camino, y pienso que hasta los no creyentes salieron del recinto con una nueva actitud ante la vida.

Acostumbrado por 50 años a ver lo racional de las cosas, a tratar de buscar un balance entre la A y la B, a intentar explicarme las actitudes por detalles, por hechos, esta vez fracasé. A mi alrededor se daban cosas difíciles de explicar.

No, no. No era cuestión de histerismo. Personas felices de escuchar la Palabra, de alabar a Dios con una devoción indescriptible, caían fulminadas cuando el sacerdote dijo que el Espíritu Santo estaba en el lugar o cuando apenas rozaba sus manos en sus frentes.

Cuántas personas se han caído y se han roto más de un hueso, pero estas eran caídas diferentes, como con misericordia. Las personas se desplomaban suavemente. Era extraño. Nunca había visto nada igual. Y nadie las asistía o entraba en pánico. Cuando traté de auxiliar a una mujer, otra me lo impidió: “Déjala, es feliz. Ha sido tocada por el Espíritu Santo”, me dijo.

En algún momento Rodríguez pidió que todos nos abrazáramos. Por décadas muy poco puedo servirme de mi hombro derecho y sencillamente es inútil que mantenga mi brazo horizontal ni por un minuto. Esta vez abracé a mi hermana Blanca sin dificultad y ni cuenta me dí cuánto tiempo lo mantuve así.

En esas circunstancias era imposible pensar en cualquier especie de imparcialidad. Estaba convertido en protagonista. “Siento que el Señor ha curado a aquí a muchos”, proclamó casi en éxtasis el sacerdote. Yo estoy absolutamente seguro que sí. Creo que una profunda paz interior nos cobijaba a todos. Me maravillé de haber estado en tal acto sin ejercer como periodista. ¡Y pensar que debió pasar medio siglo para que ello ocurriera!





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