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Martes 12 de mayo de 1998


LOS CAUDILLOS SIN RELOJES

Por Hernán Maldonado
Especial para la Agencia de Noticias Fides


Miami - Alguien lo dijo ya. Lo importante no es que el hombre tenga el poder, sino que no se deje dominar por él.

En la mayoría de los países latinoamericanos el poder está asociado con la idea de gobierno y la lucha por alcanzarlo es árdua, larga, sostenida y no pocas veces sangrienta.

En el continente latinoamericano, quizás con la excepción de Uruguay y Costa Rica (México es un caso excepcional, que merece capítulo aparte) la toma del poder por parte de un individuo ha devenido casi siempre en el nacimiento de un caudillo.

Y esto perjudica el desarrollo de la democracia, no sólo dentro del partido al que pertenece el político, sino en el país mismo.

El caudillo que asumió el gobierno prometiendo la alternabilidad demócratica, no duda cuando hay que modificar las leyes para posibilitar su reelección.

¿Ejemplos? En Bolivia en 1963 Víctor Paz Estenssoro se hizo reelegir contra la voluntad popular, al punto que al año siguiente fue derrocado por su vicepresidente René Barrientos Ortuño. Salió perdiendo el país y su propio partido, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), donde Paz Estenssoro, primero cerró el paso a la postulación de Walter Guevara Arze (1960) y en 1963 de Juan Lechín Oquendo, quienes a su turno, disgustados, se separaron de su organización matriz par fundar otros partidos políticos.

El monolítico MNR, que según Paz Estenssoro gobernaria el país por 30 años, se pulverizó en cuatro grandes facciones para dar paso a la larga noche de los generales, con uno de cuyos gobiernos volvió al poder efímeramente en 1970, pero sólo con la facción pazestenssorista.

En los años 80, con la excepción del sector movimientista encabezado por el ex presidente Hernán Siles Suazo, el MNR de Izquierda, y de Juan Lechín Oquendo, líder del Partido Revolucionario de Izquierda Nacionalista (PRIN), el MNR volvió a aglutinarse para alcanzar el poder otra vez… de la mano de Paz Estenssoro.

Finalmente la edad venció al viejo león político, que al terminar su cuarta presidencia del país, en 1989, decidio dejar la jefatura del MNR y la política misma pasando el bastón de mando a Gonzalo Sánchez de Lozada, que puso otra vez al MNR en el poder en 1994.

Y ahora, pensando en las elecciones del 2001, Sánchez de Lozada, que para entonces será septuagenario, se ha autoproclamado candidato. Claro que su elección depende de una convención partidaria, que desde ya aparece como una simple formalidad porque, como siempre, en una lucha entre gatos y ratones, se sabe siempre quien impone las reglas del juego.

En otros partidos bolivianos ocurre lo mismo y vaya uno a saber si la ley de partidos políticos que está por discutirse en el parlamento favorece la democratización de estos. Implícita estará la saludable renovación de los cuadros dirigentes.

Pero la tentación y la práctica caudillista no es propia de Bolivia. Ahí está Venezuela con Rafael Caldera, de 82 años, que no favoreció la renovación del liderazgo de la democracia cristiana. Llevado por su sed de poder prefirió romper la unidad del partido y frustrar a una pléyada de talentosos jovenes que el país veía como sus naturales herederos políticos.

En la misma línea se inscribe Carlos Andrés Pérez que, tras la muerte de Rómulo Betancourt, tampoco quiso soltar el liderazgo de Acción Democrática (hasta que fue echado por corrupto) porque ese era el instrumento con el que llegó dos veces a la presidencia del país, frustrando, lo mismo que Caldera, a una falange de jóvenes políticos brillantes.

¿Y no pasó lo mismo con Joaquín Balaguer en República Dominicana?, ¿Con Omar Torrijos y Manuel Noriega, en Panamá? Y más antes con Alfredo Stroessner en Paraguay, con Juan Domingo Perón, en la Argentina… y ayer nomás con Augusto Pinochet, en Chile.

Y ahora mismo, ¿no es la moda modificar las leyes constitucionales y buscar la reelección? ¿O son casos aislados las intenciones de Alberto Fujimori en el Perú, Carlos Menem en la Argentina o Henrique Cardozo en el Brasil?

Estos caudillos, cualquiera sea su éxito en el gobierno, le hacen un flaco favor a la democracia al tratar de perpetuarse en el poder como si estuvieran convencidos que la nave del estado sólo puede navegar de la mano de ellos y de nadie mas.